Hay ocasiones en las que uno como escritor, periodista o simplemente, observador de la realidad que nos rodea, debe preguntarse “¿qué sentido tiene todo esto?”. Sin intentar caer en un nihilismo desaforado o un pasotismo despreocupado, es cierto que en ocasiones la sociedad tiene muy difícil afrontar la vida de una forma optimista. A diario nos rodean noticias descorazonadoras, en las que nos hablan de la guerra, del alza infinita de los precios, hoy por una excusa, mañana por otra, de la corrupción política, del aumento del fascismo en España…
En la segunda década del milenio (2010-2020) vivimos una
etapa de politización intensa de la sociedad, con movimientos sociales en todo
el mundo, crecientes e influyentes a nivel político y social, que en España
suposo nada menos que el fin del bipartidismo. En la televisión, por poner un
ejemplo, vimos como los programas que hablaban de política substituían a los
programas del corazón los sábados por la noche. Pero con anterioridad, las redes
sociales se inflamaron, las calles se llenaron de gente, comenzaron las grandes
manifestaciones y, como consecuencia, la contrareforma legislativa para considerar
terrorismo (o casi) cualquier tipo de protesta social. Lo que se intentaba
cambiar en las redes y las calles, se mantenía a golpe de decreto en los
palacios y parlamentos.
Tras años de una durísima crisis, la sociedad comenzó a
recuperar mínimamente (muy mínimamente) su poder económico, aunque no sus
derechos sociales, ya que todas las leyes aprobadas durante la crisis, allí siguen,
sin derogar y, algunas, sin haberse modificado ni una coma. Además, con la
recuperación cambiamos los informativos por Netflix y cambiamos un Twitter cada
día más tóxico por un Instagram de luz y de color que nos enseña únicamente lo
bueno de la vida y los morritos de quienes están visitando parajes o quedando con
los amiguis. Cambiamos el activismo político por el postureo ególatra y con él,
lo dejamos todo de nuevo en manos de los partidos políticos, de las grandes
compañías y de un poder Judicial que con los años se ha convertido en un ente
voraz, hambriento de poder.
De hecho, ha sido capaz de influir en elecciones, de actuar
activamente contra determinados sectores de la sociedad y conspirar junto a
policías patrióticas para difamar y encarcelar a quienes consideran disidencia
política. Un negocio excelente si eres de ultraderecha, quizá no tanto si tus
ideas son otras.
En definitiva, hemos pasado 10 años en los que se podría
haber conseguido mucho políticamente y no se acabó de conseguir demasiado. Las
predicciones de los grandes popes de la politología son que la izquierda tiende
a lo que tiende siempre, a dividirse, y la derecha a hacerse más fuerte,
sustituyendo unos radicales de pacotilla y chaquetas vistosas por los radicales
de ultraderecha franquista. No se me parece un gran negocio, sinceramente.
Pero este artículo, que conste, no se ha escrito para criticar
a quienes llenaron las calles y movilizaron en las redes durante estos 10 años.
No se puede ser activista toda la vida, y de hecho serlo más de 5 años ya es
todo un logro. Este texto es una reflexión algo pesimista sobre cómo estamos y
lo fácil que nos hemos adaptado a una sociedad exageradamente peor, con la vieja
premisa del “Pan y circo”, que podría sustituirse por “trabajo precario y Netflix”.
Y de ahí volvemos a la premisa inicial. ¿Valía la pena este
camino? ¿Valieron la pena los centenares de manifestaciones, protestas, para
acabar como hemos terminado? Mi respuesta sin duda es “sí, desde luego,
valieron la pena”. Porque esos que protestaron contra la precariedad laboral,
la escasez de oportunidades, la falta de trabajo, aprendieron a movilizarse, a
organizarse y a no aceptar el café para todos que se nos ofreció durante
décadas.
Y, aunque algunos crean que no, fueron un ejemplo para las
generaciones de jóvenes que hoy están más preocupadas por la ya inevitable
emergencia climática y por su falta de futuro que por jugar a videojuegos. Y
solo por eso, ya valió la pena.
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