La inmigración es uno de los casos habituales de dolor inocuo que nos acecha a diario en los medios. Inocuo porque es un dolor lejano y que afecta cada día menos a la sociedad. La distancia es sin duda un antiinflamatorio moral muy eficaz. En el caso de la inmigración, más acuciante todavía. Al inmigrante se le explota laboralmente, se le culpa de aprovecharse de nuestro sistema sanitario, se le insulta con epítetos que suelen acabar en “… de mierda” y se les persigue policialmente aunque hayan entrado de forma legal en el país. Pero eso no inquieta a la ciudadanía, se considera normal y, en algunos casos, hasta comprensible.
Incluso en los casos más extremos, la inocuidad del dolor inmigrante es más palpable que nunca cuando mueren más de 100 personas en Lampedusa. ¿Quién lo diría, verdad?, pero sí, son personas. Y sí, mueren. No son personajes ficticios de The Walking Dead, zombies hambrientos con ansias de acabar con la sociedad tranquila y urbanizada en la que tan cómodamente vivíamos. Aunque a alguien pueda parecerle noticiable, es fundamental aclarar que, a pesar de no llamarse Juan, José, María, Esperanza, Pedro o Sonia, o de tener una piel clara, o de creer en una religión distinta a la cristiana, siguen siendo seres humanos.
Foto: Samuel Aranda, WP Photo2012 |
Pero cuando el dolor se va acercando a nosotros, aunque sea en forma de inmigrante subsahariano, se hace un poco menos soportable. Si es en nuestras propias costas y no en las italianas y si son Guardia Civiles los que no les socorren y no lanchas del “Salvamento Marítimo italiano” (salvamento, qué paradoja), notamos más de cerca el dolor que sufren quienes intentan entrar en España. Dejando de lado el hecho de que hay que estar realmente desesperado para querer entrar en el país de Rajoy, hay que destacar que si estos hombres y mujeres han cruzado medio continente sobreviviendo a desiertos, a mafias y las enfermedades, obviamente no se van a detener por unas concertinas, por muy dolorosas que estas sean (y lo son).
Lo que en las redes se llamó #MuertesCeuta debería haberse llamado #AsesinatoAlevosoCeuta, dado que según Wikipedia el concepto de asesinato alevoso “consiste en el empleo de medios, modos o formas en la ejecución que tiendan directa y especialmente a asegurarla, sin riesgo para el agresor que proceda de la defensa que pudiera hacer la víctima o con la búsqueda consciente de que el delito quede impune. Son casos de alevosía aquellos en los que se aprovecha la particular situación de desvalimiento e indefensión del agredido, cuando la ejecución es súbita e inesperada, por sorpresa, o cuando se hace mediante acechanza, apostamiento, trampa, emboscada o celada”. Por cómo se han producido, parece que la definición es bastante atinada.
La inhumanidad de quien dirige la Guardia Civil, Arsenio Fernández de Mesa, y de quien dirige el ministerio del Interior, Jorge Fernández Díaz, ha quedado clara en menos de 7 días. El primero, tardando seis días en llegar a Ceuta a investigar lo ocurrido y anunciando cual pavo real varias querellas contra las ONGs que han “atacado” a la Guardia Civil. El segundo, mintiendo en primer lugar, no reconociendo errores, no cesando al director de la Guardia Civil y dando una segunda versión aún más inverosímil todavía, en la que la GC ejerció una “acción proporcionada”. Si más de una decena de muertos es una acción proporcionada, deberíamos asustarnos cuando sea desproporcionada.
Más de una decena de asesinados, tanto en tierra, por acción, como en el agua, por inacción, deberían ser más que suficientes para provocar la dimisión de cualquiera de ellos, o de ambos. Ah, no, perdón, son cargos políticos, de eso no se dimite. No importa si sus muertos son inmigrantes ahogados, inmigrantes peloteados con bolas de goma, españoles fallecidos en un tren de Angrois, en un metro de Valencia o por suicidio tras un desahucio. En España, de forma alevosa, no se dimite.
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